sábado, 24 de agosto de 2013

Crónica pendiente

Aquella noche parecía rutinaria; el trabajo volvía a motorizar la historia. Pero el aire se sentía diferente, sabía que al caminar, mis manos no se esconderían en mis bolsillos porque sus manos asaltarían la mías.

Apenas cupimos en el auto, entre cables, guitarras, micrófonos y anhelos. Ella firme. A pesar de su estatura, trataba de ajustarse al espacio. El camino era corto y la emoción lo volvió travesía. Y llegamos.

- "Al parecer, es aquí", repliqué.
- "¿Y ya llegarían los demás?, dijo ella.

Había que averiguar la respuesta a su pregunta. Bajamos del auto. Al hacerlo, quedó confirmada la soledad de mis bolsillos y por si fuera poco, el calor de nuestras manos. Por fuera, el lugar era bonito. Una pared grande, color crema, con luces tenues y cálidas que salían desde el suelo. La noche ponía el plus.

Hasta entonces, yo no me había percatado de la importancia de aquella noche. Entramos al salón de eventos, ella a una mesa, yo al inminente enchufe de guitarras junto a mis cómplices taciturnos: Julio y Mingo.

El lugar estaba repleto de rostros que me costaba trabajo recordar. Para ella, eran sólo un cúmulo de total desconocidos y ahí permaneció, entre todos, sentada, controlando su sonrisa por la fuerza y no por sentimientos, con los nervios estragando su cabeza.

Desde el escenario la observé y lo noté todo. Ella estaba ahí por mi, por cumplir, como un buen hombro en donde apoyarse y yo muriendo por atenderlo. Ella volteó firme la mirada y me dijo; "lo harás excelente, tienes mi apoyo y estoy aquí para ti y por ti". Lo curioso es que sus labios estaban inmóviles.

El claro de sus ojos es hermoso.

Y el momento se rompió a la voz de Julio:

- "¿Qué show, listos?", apuró.
- "Listo", respondió Mingo,
- "A darle, morros", cerré.

Una, dos, tres canciones. Seguíamos ajustando el audio, lidiando con las fallas técnicas que siempre son invitadas por la señora "Falta viuda de Presupuesto". La gente seguía bebiendo, arrugando sus párpados entre carcajada y carcajada.

Ella seguía firme, sonriendo, contra corriente, entre desconocidos.

Las guitarras seguían abrazando historias. Para entonces, ya era hora de desahogar mis ojos y rodó una lágrima, una lágrima de fe que corrió al verla a ella, tan pequeña, tan fuerte y tan mía. En ese momento, cerré mis ojos, escuché la canción que yo mismo interpretaba y comprendí que las caídas duelen y alcanzan a matar, si no, tus pies se vuelven fuertes.

Y nuestra historia no alcanzó a morir.

El trabajo terminó y corrí hacia su mesa, pero hubo interrupciones que decían "muy bien, muchachos, felicidades". Había qué agradecer. Por fin llegué a su lugar y al tocarla, volví a enamorarme. Mi entusiasmo aletargaba las palabras pero ella entendió todo. Terminé sin decir nada, solamente: "es momento de marcharnos".

Lo demás, es cosa del destino...

César Baro


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